No debí salir de mi sarcófago hoy, no debí dejar la oscuridad de la muerte, la dulzura de la inexistencia, el crepúsculo de la victimización personal. Así fue, lo hice y descubrí muchas cosas. Que los sueños cambian y que generalmente las ideas mueren cuando una maravilla nos toca la puerta una mujer bella (saludos para mis mujeres maravillosas), una oportunidad bella, una realidad que, a los ojos ciegos, parece ser la mejor opción. Hijo de la inconsistencia o de lo que nadie entiende, su mirada y la mía, no conviene, en términos democráticos, contraponer.

Somos capaces de las más dulces maravillas, de entregar una sonrisa, de destruir despiadadamente y sin pudores, de imaginar con el corazón elevado cómo sería la existencia sin el rencor y acto seguido engendrarlo de forma frenética. Si no fuéramos así, caeríamos, sin duda, en la desidia del perverso imaginativo que encuentra soluciones a los problemas inherentes a su condición de imperfecto y las aplica, enfrenta y supera, sólo para ver que su vida es un ciclo perfecto, que regenera los conflictos de una u otra forma, sin respeto a las formas ni los contextos, ni los deseos y las intenciones, ¡no hay peso en las intenciones, sólo en los resultados!, no es una verdad agradable, pero nosotros decidimos adoptar una vida que la avala, una existencia egoísta y profundamente anti altruista. Porque no permitimos que la inexistencia sea una opción, porque sentimos la necesidad de controlar a nuestro “amado” prójimo cuando consideramos su “error” como algo inminente. Porque amar no es más que un negocio, una triste consecución de uno por uno, de ojo por ojo, de beso por beso. Triste realidad, que no sea así en tu vida amor mío, porque no vives lo que crees, vives un negocio corporal y sentimental.

Rencor, ¿qué palabra posee tal elegancia, tal significado y tal acorde seco en su pronunciación?, digo, personalmente, que es la palabra más bella que existe, quizás venganza, quizás ira. ¿Dónde quedó el amor por la esencia?, ¿aún creen ser seres elementalmente luminosos? ¡Pecadores!, ¡inocentes!, ¿no han pecado de crearse imágenes divinas?, ¿de llamar perfecto esto o aquello y de buscar lo que nos es imposible por antonomasia?

Que me condenen los realistas por superar sus paradigmas con base en mi pesimismo enfermizo, que me condenen los soñadores por darme cuenta de que nada es absoluto, ni en la imaginación siquiera.