Aún no puedo creer que tras esa transparencia haya un mundo donde las hierba yace mojada y los árboles agonizan entre soplidos estelares. Cada boca, cada decenio, cada asqueroso designio se mece sobre las hojas, como dominando la escena de este teatro patético. En esta cuna de fábulas, los pies benditos del terrestre descendiente se hunden en el olvido.
La bestia jadea en su estación invisible, su pecho incansable no duerme, sus ojos enrojecidos no duermen, y el promedio intermitente no detiene su marcha, no repara en su sacrificio. El cielo cae licuado, las algas del nuevo amanecer se balancean delicadas sobre la corriente del aliento, sin que el marrón agonizante manche su danza. ¿Ves la sangre del caoba, del barniz que descansa en la madera que violaron esas manos toscas y colmadas de astillas? Cuando en su tortura planificada, el sudor baja desde la fuente a la savia, no imagina su espíritu liberado que el fin de su magnificencia será la plástica expresión de la belleza. Esos brazos sanguíneos y vitales, ahogados contra el cielo, ¿dónde estás Señor?, ¿por qué me has abandonado? No soy más pequeño que tu hijo, no soy más grande que tus demonios.
Y en el centro de la hipócrita ausencia, te das un tiempo para ver su tibio andar como un romance, ese asfalto violado, se ciñe tan bien a sus pasos cansados, a su caminar especial e inconfundible. Donde las flores murieron nació su aroma, ¿qué diferencia este sacrificio del otro?, ¿el placer de su cuello y su aliento más allá de lo que conoces del aura de las flores y los pies de los duendes?
Las copas descansan con aromas prohibidos, la canela sigue su avance incorruptible hacia el olvido. Es su cuerpo una existencia cuyo fin fue escrito. El poeta lejano no imaginaba el peso de esta imagen, tampoco lo sé yo, ese misterio descansa en una lengua dormida, de tabaco y frutos infinitos, ciervos y raíces retorcidas. Es tan violento el pasado, tan incierto el futuro, tan vertiginoso el presente. Si pudiera rescatarte de ese espacio en que las pequeñas hojas secas se vertían en penumbra y soledad, si pudiera verter un minuto de mi amor sin amor sobre tus caderas blancas, la diestra sazón de ese claustro obligado se vería humillada y doliente, y es que en mi boca no se guardaban ni mieles ni azures, sino destierros, labios borrados, miradas perdidas.
La noche no puede acabar así, ¿no lo crees?, es demasiado simple, en sus entrañas inexplicables cada voz sigue su eco interminable y sin sentido, cada vida que vio su final en una luna indiferente, cada gota de vitae que descargó el calor negro, cada grito de horror y cada orgasmo casual y vacío. ¿Déjala morir?, a eso me supo. ¿Qué poder tienen mis dedos confundidos para desobedecer?
Duerme, es todo por hoy, cuando la matriz vomite los brazos mutilados de este bastardo indeseado, intentaré dibujarlos en su espacio, tal vez así su rostro pequeño y su piel violeta muestren un lado más amable, una imagen para recordar cuando la luna toque el mismo instante de la sinfonía eterna.